12.1.10

Flotar y los pequeños placeres



Entramos quitándonos el equipo anti-frío, poniendo cada elemento en un bolsillo, empujándolo, apretándolo todo, hasta aparentar sin ninguna duda que el dichoso bolsillo, siempre tan pequeño y tan inútil, albergaba todo lo que habíamos podido robar a nuestro paso.

Dos personajes de metro ochenta, con gorras, extranjeros, paseandose sinuosos por los pasillos, cogiendo y soltando artículos innecesarios y futiles (a la vez que convincentes y tremendamente tentativos), hablando alegremente sobre esto y lo otro, bromeando, a carcajada limpia.

Nos separamos, ellos se dividen, nos vigilan, nos temen. Con un juego de PS3 en una mano y unos auriculares en la otra, al final me auto-recrimino que no tengo remedio, que tengo que ahorrar, que me tengo que mudar y que no necesito nada de lo que tengo en las manos. Gano yo. Lo suelto todo y cambio de sección, atravieso las pantallas de mac, tan blancas, tan brillantes, tan caras. Uno de ellos, fingiendo realizar una prueba en vivo de una aspiradora intenta atraparme, yo utilizo un hechizo de evasión y aparezco en donde los altavoces y las televisiones. Nada de lo que preocuparse, todo está bajo control.

La misión estaba perfectamente planeada, los cabos atados y todo lo necesario a nuestra disposición. Todo perfectamente seleccionado, el día, la hora, como tantas otras veces, estábamos muy cerca. De repente, un alarido, desgarrador, aterrador, por los altavoces del edificio un señor trabajador japonés recita una orden sin respirar. No invita a comprar, te obliga a comprar, te amenaza, su boca está demasiado cerca del micrófono y su voz se distorsiona, se satura y nos persigue. "Es ahora o nunca" pienso.

Diviso mis objetivos, alineados como si estuvieran esperando el autobús con Mei en esa escena de "Mi vecino Totoro". Reunimos el equipo y nos encaminamos con decisión hacia ellos, él elige su presa, yo dudo durante unos instantes y me decido por el blanco. Me quito los zapatos, estiro, respiro hondo, la ceremonia está a punto de empezar.

Con suavidad, me abandono sobre el blanco, dejo que me devore y que me engulla. Le doy la orden y empieza el baile. Me agarra de los brazos y la espalda empieza a crujir, el cuello, las piernas se estiran, y yo toco el cielo varias veces. En frente de mi y mientras navego entre pequeños dolores que se convierten en pequeños placeres, una pareja queda atrapada en una máquina diábolica de temblor artificial. Esa especie de reproducción de terremoto individual hace vibrar a la ingenue señorita que intenta hablar entre risas mientras su chico en trance no para de subir la intensidad del aparato. La chica se apea y la veo levitar, "um... curioso" pienso, "a lo mejor también debería probarlo". Pero no puedo, el blanco me posee.

Soy un esclavo, un adicto, me he dado cuenta y lo reconozco. Es gratis, la gente nos ve pero nosotros nos reimos y cerramos los ojos y producimos ruidos y quejidos y gemidos. Termina el viaje, reclinamos, nos frotamos los ojos, toso un par de veces mientras me pongo los zapatos. Algunos comentan, hacen bromas, no las entiendo pero seguro que son divertidas... ¿ne? Nos encaminamos hacia la salida, él compra unos auriculares, ahora lo recuerdo, veníamos a comprar, unos auriculares, pero yo, yo..., no, yo solo pensaba en flotar y en esos pequeños placeres. Salimos de la superficie para volver al frío, a esa realidad que me contrae la espalda y me tensa los músculos y el proceso comienza otra vez. Ahora solo es cuestión de esperar que olviden nuestras caras, una semana y todo volvererá a empezar.

Que dios bendiga a los sillones de masaje de muchos miles de yenes que se dejan probar por la gente. No es la primera vez y no será la última. Siempre hay algo barato y reconfortante que hacer en la vieja FujiGaoka.

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