30.4.11
El juicio del Fuji
Desde la cumbre del monte Fuji la realidad deja de serlo. El paisaje se torna onírico, majestuoso y estremecedor a la misma vez. El mal de altura se combina con un espíritu vapuleado y exhausto mientras que cierto pensamiento tarda más de lo que debería en llegar a mi cabeza "bien, ahora hay que bajar..."
Hacía más de un año que el señor Fuji y yo no nos veíamos las caras. El reencuentro fue hace una semana, en Gotenba, cerca de Shizuoka. Acompañé a Sakie y unos amigos a una especie de complejo mercantil de tiendas de moda de alta gama, algo así como si en Beverly Hills pusieran un rastrillo de mercachifles, pero hecho con mucho, muchísimo dinero. La actividad en sí no es que me pitara mucho, es más, soy poco o escaso, o bueno... más bien un antagonista del tema. Odio pocas cosas en esta vida, porque es muy corta para malgastarla odiando, pero el tema textil me supera. En fin, no va de esto el tema.
El tema es que antes de aceptar la propuesta de Sakie de ir a semejante baño de pomposidad y malhacer busqué en Internet unas imágenes del sitio en cuestión y para mi sorpresa, la vista del monte Fuji desde allí parecía ser espectacular, así que me enganché al convoy.
Mi romance con Fuji fue hace cosa de año y medio. Fue el verano en el que llegué a Japón. El amigo Daniel, siempre el de las buenas ideas, se le ocurrió hacer la subida al Monte Fuji para ver el amanecer desde la cumbre. La idea me pareció tan descabellada e insolente que me encantó. Evidentemente, el plan tenía muchos agujeros.
El comienzo de la subida se planeó para las 8 de la tarde de cierto día de Agosto. Mientras el asfalto de Tokio ardía, la atmósfera de la montaña era una bendición. Se tardan, si no recuerdo mal, unas 6 o 7 horas en llegar a la cumbre desde donde salimos nosotros, la estación 5 de Kawaguchi-ko. La subida se haría por la noche, evidentemente, lo cual añade un handicap importante al asunto pero en ese momento, ¿que puedo decir? a mi me sonaba todo perfecto.
Salimos desde la base "bien" equipados, casco con luces, mochilas no demasiado pesadas, ropa de abrigo "suficiente", mapas, cámaras, barritas de protéinas, vitaminas, minasminas... Íbamos cuatro elementos, Daniel, Chiara, Patrick y yo. Daniel encabezaba la "expedición" ya que al final fue el que demostró estar en mejor forma física, en pocas palabras, empezamos todos juntos y nos fuimos disgregando debido a las diferencias de ritmo de cada uno. El principio de la subida es suave, agradable, en esos meses de un calor asifixiante en la ciudad era justo lo que uno buscaba. Patrick, canadiense del Quebec, acostumbrado a inviernos de temperaturas bajo cero absolutamente ridículas, se paseaba en camiseta mientras yo ya sacaba de la mochila los guantes y el tercer abrigo. Caminábamos por una ladera bastante ancha alrededor del Fuji mientras empezábamos a notar la subida lentamente. Las luces de la ciudad bajo nuestros pies nos reafirmaban en lo inusual del asunto. "Mientras allí abajo ven la tele, comen en un restaurante o se van de fiesta, esta noche yo me subo el Fuji".
Hicimos varias paradas juntos en las primeras etapas. Muchas risas, bromas, buen humor, conocimos gente, hicimos amigos, etc. A medida que la altura se incrementaba, proporcionalmente descendía el buen humor, las risas y las ganas de hacer amigos nuevos.
La parte de Fuji por donde discurre la subida, totalmente distinta a la de la bajada, consiste en tramos divididos por estaciones, es decir, subes unos minutos, y hay una estación en donde descansar, comprar alguna bebida, ramen, soba, o cualquier otra delicia culinaria japonesa de monte ideal para estos casos. Cuanto más alto, menos estaciones, y los tramos se hacen más largos, bien por la distancia, bien por el bioritmo malvado. La gente, que es muy ávida, hace reservas antes de iniciar el viaje para hospedarse en la octava estación, a una hora y media de la cumbre, por una razón muy sencilla, planean la subida durante el día, llegan hasta dicha estación, duermen unas horas y una hora antes de amanecer suben a la cumbre frescos como lechugas.
A mi la idea, a priori, me parecía de cobardes, de niños pijos, de domingueros. Cuando llegué a la cumbre ya dejó de parecerme una idea propia de tales nominativos aunque aún así, el hecho de hacer reservas por teléfono en un refugio del monte Fuji me sigue pareciendo algo frívolo.
Nosotros nos empezamos a separar unas 3 horas después de iniciar la súbida. Patrick empezó a tirar de botella de oxígeno y yo, que le tenía por uno de los más resistentes me empecé a preocupar ya que, como siempre, cuando días antes fuimos a comprar algo de equipo yo pensé "¿oxígeno? ¡vamos hombre! ¡Ni que fuéramos al Everest!" típico y, como siempre, errático. Chiara, lectora de estas líneas por cierto, estaba como una rosa, cansada como todos pero haciendo uso de ese espíritu imbatible "made in Rome" que no hay quien se lo quite. Nos dividimos, Daniel y yo seguimos subiendo, mientras que Patrick y Chiara se quedaban a descansar unos minutos más.
Daniel aseguraba que si no nos dábamos prisa, no llegaríamos a tiempo para ver amanecer en la cumbre. La idea me parecía tan inaceptable que me inundaba la cabeza, de hecho nos obsesionó tanto que unas horas más tarde nos volvimos a separar. Yo necesitaba más descanso y Daniel necesitaba seguir. Y me quedé solo. En Fuji.
El frío empezó a ser un asunto serio. La noche se cerró dejándome solo el ángulo de visión de la lámpara que llevaba en la cabeza, mientras subía ya no podía levantar el cuerpo, me notaba erguido hacia delante para intentar combatir el ángulo que la montaña me imponía, solo veía los piés de la gente que iba delante mía o los cuerpos acurrucados de aquellos otros que necesitaban un descanso extra y no llegaban a la octava estación. Cuando hacía algún descanso, intentando evitar el sentarme porque sentía que si lo hacía el frío no me dejaría volver a levantarme, miraba hacia atrás y veía la hilera de luces en la oscuridad, como una procesión, trazando el tramo de subida del monte. Ya no se oían risas ni algarabías, sino gemidos de cansancio, quejidos e inundándolo todo, un silencio oscuro.
En cada estación, existe una tradición que es marcar a fuego un bastón de algo más de metro y medio que se puede comprar antes de salir de Kawaguchi-ko y que sirve como símbolo y recuerdo de dicha experiencia. Hay que pagar una cantidad por cada sello pero vale la pena cuando varios días después lo recuerdas sentado en el sofá. Puse el penúltimo sello. El hombre que esperaba a los que llegaban a la octava estación ya nos recibía de uno en uno, porque realmente el tráfico de gente había disminuído considerablemente a esas alturas. "Otsukare sama (algo así como "gracias por su esfuerzo" nos decía a todos y nos guiaba a los bancos de piedra en donde poco después, me planteé por primera vez el darme la vuelta.
"La octava estación" pensé, "una hora y media y llego arriba", pero eran las 3 y media lo que significa que el sol naciente nacería en poco menos de una hora, frustrando mis planes de ver el amanecer en la cumbre. Pero yo no podía dar un paso. Las piernas no respondían, la respiración me costaba y la sensación de mareo era tan fuerte que al subir a veces lo hacía a cuatro patas. Sentía una presión muy fuerte en el pecho, pero sabía que no era algo físico, no era el cansancio, no era la falta de sueño o de energías, era algo mucho más profundo. Daba un paso, recordaba el último año en Málaga, antes de salir de España rumbo a Canadá en pos de una nueva vida. Daba otro paso, sentía pena, no se si de mi mismo o de todo lo pasado, de todo lo perdido, daba otro paso, las imágenes se sucedían, vivas en mi cabeza, el sudor, el frío, otro paso, no podía mirar hacia arriba, otro paso, y otro, no podía más, me derrumbé, me senté en una roca, caí apoyado en la mochila, y empecé a llorar.
Y vi amanecer. A escasos 30 minutos de la cumbre, aunque en ese momento no lo sabía. Fuji había hecho su juicio, me había despojado de males y demonios, me había exorcizado y yo no lo sabía. No puedo describiros la sensación ese momento, fue demasiado.
Me reincorporé torpemente al camino, 30 minutos últimos de subida que puede que en condiciones normales hubieran sido 10 minutos pero en cualquier caso, vi el tori que señalaba la puerta hacia la cumbre, llegué, "¡LLEGUÉ!" recuerdo que grité en español porque me salió del alma. Los labios destrozados, mareado, en fin, en condiciones deplorables pero llegué. Vi el refugio de la cumbre, donde la gente se congrega y cuenta la experiencia sorbiendo unos fideos que saben a gloria. Busco a Daniel y me lo encuentro revisando el contenido de la cámara de video, cansado pero ciertamente entero. Nos abrazamos, me derrumbo (otra vez) en uno de los bancos de madera y cuando huelo la comida, salgo disparado del refugio, me tropiezo con Patrick en la puerta, se dispone a abrazarme "¡Hey man!", "¡Sorry!" le digo echándome las manos a la boca mientras corro hacia un claro de gente y allí... en Fuji... dejé las tripas.
Volví al refugio, exhausto, pálido, comí lo que pude y mientras contábamos los pormenores de cada uno hacíamos planes para bajar. Je, la bajada, aunque eso, será otra historia, con la amiga "Tchara".
Os dejo un enlace del vídeo grabado por Daniel y que dará algo de más sentido a la historieta que os he soltado, espero (esperamos) que os guste.
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Por un momento tus lágrimas de Fuji han venido a visitarme al recordar esos días antes de tu partida a Japón, cómo estabas entonces y la nueva situación que te ha traído la vida, merecidísima por cierto, he compartido en la distancia tu emoción, porque soy una sentimental, me alegro enormemente de que te vaya como te va y y me alegro egoístamente de conocerte para poder descubrir Japón a través de tus ojos.
ResponderEliminarUn abrazo y un beso grande Manolo.
Gisela.